Cómo liberarte de la autoexigencia que agota

Hay cansancios que no nacen en el cuerpo, sino más adentro. Y muchas veces no tienen que ver con todo lo que haces, sino con la manera en que lo llevas por dentro. Con esa presión invisible de hacerlo bien, de no fallar, de no “bajar la guardia” aunque estés al límite.

Se ve mucho en consulta. Personas que sostienen más de lo que pueden, que cumplen con todo, que dan el 200 %, pero no encuentran cómo parar. Porque si se detienen, aparece la culpa. O el miedo. O esa sensación extraña de estar fallando a alguien, aunque nadie se lo pida.

Y lo más curioso es que muchas veces no se trata del trabajo, ni del entorno. Se trata de una voz interna que te acompaña desde hace años. A veces empieza con una frase que escuchaste de pequeño, o con una imagen que se te quedó grabada: mamá agotada y en silencio, papá que solo reconocía el esfuerzo, una familia donde descansar era sinónimo de flojera. Y sin que nadie te lo dijera directamente, asumiste que estar a la altura significaba exigirse al máximo.

Lo que más duele de exigirse tanto no es el esfuerzo en sí, sino el poco permiso que te das para simplemente estar bien. Para no tener que demostrar nada. Para equivocarte y no hacer un drama de eso.

Y el cuerpo lo sabe. Cuando la tensión se vuelve constante, el cuerpo se cierra. Los hombros se endurecen, la mandíbula se aprieta, el sueño se hace liviano, el pecho se queda sin espacio. Como si algo dentro de ti no pudiera descansar del todo, ni siquiera cuando lo intentas.

Si esto te resuena, quiero decirte algo sencillo: no tienes que rendir examen cada día. No necesitas demostrar quién eres a través de lo impecable que haces todo. Lo que mereces no se mide por cuánto aguantas, ni por cuán bien lo llevas. A veces, el verdadero cambio comienza cuando dejas de empujarte y empezás a acompañarte.

No hace falta hacerlo perfecto para estar en paz.

Hace falta mirarte con más compasión.

Hace falta descansar sin sentir que estás traicionando a nadie.

Hace falta empezar a soltar esa idea de que si tú no lo haces, todo se va a caer.

Este patrón se ve mucho en mujeres que cuidan de todos y sienten que, si ellas paran, la casa entera se desmorona. Madres que sostienen a la familia incluso cuando están al límite, porque han asociado el amor con la entrega absoluta. Pero también lo veo en hombres que llevan la exigencia por otro camino: no pueden fallar en el trabajo, no se permiten pedir ayuda, cargan con el deber de proteger a todos y en silencio sienten que no tienen derecho a quebrarse. Y lo más impactante es que esto también empieza a verse en niños desde los siete años, y en muchos adolescentes: hijos que se exigen ser fuertes, buenos, responsables,  como si ya llevaran el peso de una adultez que no les corresponde.

Por eso es tan importante hablar de esto. Porque cuando entendemos de dónde viene esa exigencia, podemos empezar a soltarla. No se trata de hacer menos, sino de hacerlo desde otro lugar: más humano, más real, más libre.

Y sí, al principio cuesta. Está tan instalado en el cuerpo y en la historia, que frenar puede dar vértigo. Pero es también el primer paso hacia una vida más amable. Más liviana. Más tuya.

 

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